La comunidad de ayuda mutua para dejar la bebida funciona en treinta y cinco parroquias y obras de la Arquidiócesis de Montevideo.
Cartel de Alcohólicos Anónimos en una parroquia de Montevideo. Fuente: AA Uruguay
Federico empezó a ser alcohólico cuando tenía diecisiete años. Su adicción a la bebida fue lenta y progresiva: “Fui un hombre con muchos complejos y falta de autoestima. El alcohol me soltaba y me liberaba de cargas”.
El alcohol se convirtió para Federico en una obsesión y, en cierto punto, en el motor de su vida. “Me levantaba para tomar y consumir otras drogas”.
Con el paso del tiempo se dio cuenta de que el alcohol le había arrebatado su vida. Quería dejar de beber pero no podía. Por eso, recurrió a un hipnólogo e hizo meditación. Pero nada le servía. Su madre le recomendó que consultara con un psiquiatra, especialista en adicciones. “Mis viejos me acompañaron bastante. Tenían mucha pena por mí. Mi viejo falleció de EPOC y mi vieja de cáncer de riñones. Mi viejo, antes de morir, me dijo que la mejor alegría que yo le podía dar era que dejara el alcohol”. Al ser adicto a otras drogas, Federico ingresó a Narcóticos Anónimos pero no seguía las indicaciones: “Solo iba para cumplir con mi psiquiatra”.
Era marzo de 1998. En aquel tiempo, Federico trabajaba como pintor de obras. “Dejé todo porque el ambiente era tóxico, me empujaba a seguir tomando, y estuve un año sin hacer nada. El alcohol fue mi peor enemigo”. Su situación se agravó y decidió recurrir al grupo de Alcohólicos Anónimos (AA) que funcionaba en la parroquia Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Punta Carretas.
—¿Cómo te sentiste en la primera reunión?
—Sentí un cariño que hacía mucho tiempo no tenía. Iba roto y desconfiado. Recibí un amor auténtico, algo que comprobé con el paso del tiempo.
Federico abandonó la bebida el 28 de setiembre de 1998. “Fue una alegría, un despertar espiritual. Festejo más el día que dejé el alcohol que mi propio cumpleaños”.
***
AA es una comunidad pionera de ayuda mutua entre adictos en recuperación en todo el mundo. La historia comenzó en Akron, Ohio, Estados Unidos, el 10 de junio de 1935. En la actualidad, a nivel mundial, AA tiene unos dos millones de miembros en ciento veintitrés mil grupos, distribuidos en ciento ochenta países.
El psiquiatra uruguayo Juan Carlos Chans Caviglia conoció a uno de sus fundadores, Bill W. (William Griffith Wilson), en un viaje a Estados Unidos en la década de 1940, y quiso traer este sistema al país. En 1948 fundó El Club de los Martes en un inmueble en calle Maldonado, en el que quiso replicar ese método a través de una terapia de grupo. En ese mismo lugar funcionaba antes la Liga Nacional contra el Alcoholismo, fundada por Joaquín de Salterain en 1915.
En 1964, un alcohólico que pudo detener su adicción en un grupo de AA en Argentina impulsó una iniciativa semejante en el club Ferrocarril, bajo el nombre Amigos del Enfermo Alcohólico (ADEA). La iniciativa empezó a crecer y se pidió autorización al directorio internacional de AA para ser parte de la organización.
La primera reunión de Alcohólicos Anónimos Uruguay tuvo lugar el 18 de marzo de 1974 en la habitación de un club céntrico. Actualmente, la comunidad tiene ciento cincuenta y cinco grupos distribuidos en los diecinueve departamentos y unos tres mil miembros. En este medio siglo, las reuniones se realizaron y realizan en teatros barriales, lugares comunitarios y parroquias.
Según datos publicados en la web de AA Uruguay, la organización funciona en treinta y cinco parroquias y obras de la Arquidiócesis de Montevideo, con un total de cuarenta y un grupos. Sin embargo, AA es una comunidad laica, donde cada miembro concibe a Dios a su manera.
***
Son las nueve y media de la mañana del miércoles 26 de junio. Federico está en su negocio, un vivero en el barrio Buceo que compró en julio del año pasado. “Siento que hago un servicio a la comunidad, no es algo meramente comercial. Esto me hace sentir útil. Cuando me liberé del alcohol, me di cuenta de que tenía otras posibilidades en mi vida”.
Federico tiene sesenta y un años. Es delgado y canoso. Su barba es irregular y sus arrugas en el rostro son profundas. Viste campera deportiva negra, buzo bordó, camisa de pana, pantalón azul y zapatos de trabajo. Escucha música mientras trabaja. Habla lento y pausado. “Yo soy un alcohólico anónimo, tengo un plan de vida que me ayuda a vivir sin el alcohol”.
El paso por AA cambió su vida y le dio nuevos amigos a quienes considera “hermanos”. “Empecé a relacionarme con otras personas sin alcohol de por medio”. Pero, además, abrazó la concepción cristiana y se acercó a la Iglesia católica. Es católico practicante y asiste a misa en la parroquia San Ignacio, en Villa Dolores. “Antes renegaba de Dios. Al llegar a AA encontré un poder superior que me marca el camino que preciso, no el que quiero”.
Federico nunca tuvo recaídas y nunca volvió a tomar una gota de alcohol. Va camino a cumplir veintiséis años de sobriedad. Actualmente es servidor del grupo de AA que funciona en la parroquia San Ignacio los lunes y miércoles. Pero, además, acompaña a otros grupos en distintos barrios de Montevideo.
**
En un salón de la parroquia Nuestra Señora de Lourdes, en el barrio Malvín, funcionan dos grupos de AA. Tiene entrada independiente y en la fachada se luce el logo de la organización: un círculo —que representa a la comunidad— con un triángulo dentro que tiene las siglas y los tres legados del movimiento —unidad, servicio y recuperación—.
Adentro, hay dos carteles. Uno con los doce pasos resumidos y el otro con las doce promesas de AA, que son el núcleo del programa de la comunidad para la recuperación personal del alcoholismo. También son doce las preguntas que, en caso de contestar afirmativamente al menos cuatro, pueden revelar que alguien tiene problemas con el alcohol.
Son las siete y media de la tarde del viernes 28 de junio. El frío ha conspirado contra la asistencia. Solo hay seis personas de mediana edad —cinco hombres y una mujer— y quedan cuatro asientos vacíos.
Javier es uno de los servidores del grupo. Llegó una hora antes de la reunión para ambientar el salón, preparar el café y recibir a las personas. Él prefiere decir que lleva once años de abstinencia: “La sobriedad es más compleja”.
“Mi primera borrachera colosal fue a los seis años de edad. Mis padres hacían vino casero y sobre la mesa de la cocina dejaban un botellón, como adorno. Un día tenía sed, lo agarré y lo tomé. No sé cuánto tomé, pero no me dio asco”. Con once años, Javier tomaba agua mineral con un poco de vino para darle sabor y cerveza cortada con bebida cola. A los dieciséis empezó a consumir cocaína. “En la adolescencia apreté el acelerador en el consumo y así estuve hasta los cuarenta años”.
Su esposa —con quien lleva casi veintiocho años de casado— lo obligó, por primera vez, a solicitar ayuda en el portal de recepción de consumos de su mutualista. “Había un psiquiatra, un psicólogo y otro profesional. Tuvimos una charla y me recetaron medicación. Me daban droga para sacarme otra droga. Sentí que no me entendían”.
El único requisito para ser parte de AA: el deseo de dejar la bebida. Fuente: Unsplash
Javier sabía que tenía serios problemas con el consumo de alcohol y drogas, pero reconocía que no los podía controlar. “Tuve períodos largos de no hacer macanas pero los últimos seis años de consumo fueron los peores”. El punto de quiebre fue un intento de quitarse la vida.
“Un jueves le juré a mi esposa que no iba a tomar más y que si tomaba, iba a AA. El viernes no tomé. El sábado tampoco. El domingo arañaba las paredes. El lunes me comía las paredes. El martes, a las diez de la mañana, me tomé un vaso de whisky, y al mediodía me había tomado toda la botella. Después fui a la boca y compré dos gramos de cocaína. Cuando llegué a casa, me sentí mal porque sabía que le fallaba a mi esposa. Busqué en internet cuál era el grupo de AA que estaba más cerca de mi casa y encontré que era en la parroquia San Agustín. La reunión empezaba a las siete y media de la tarde y a las siete menos cuarto ya estaba en la puerta”.
Javier dejó de tomar alcohol y consumir cocaína el 8 de octubre de 2013. “No tuve recaídas, pero nadie está libre”.
—¿Cómo fue la primera reunión?
—Lo único que entendí era que no tomara y que volviera al otro día. Y eso fue lo que hice. AA es como una bola de nieve, te agarra y te deja adentro.
—¿El alcohol te sacó muchas cosas?
—Me robó la vida.
—Del dinero que obtenías del sueldo, ¿cuánto se iba en alcohol?
—El noventa y nueve por ciento.
Desde los diecisiete años, Javier trabaja de manera independiente en la fundición de aluminio y, desde hace dos años, en un bazar mayorista. Hoy tiene cincuenta y un años y es padre de dos mujeres, de veintiséis y diecisiete años. “Mi hija mayor vio todo mi alcoholismo”.
***
La reunión del grupo Malvín comienza cuando la coordinadora pregunta el nombre a cada asistente y los registra en un cuaderno. Se lee un preámbulo sobre qué es AA y cuál es el propósito: dejar la bebida. Después, la servidora pregunta a cada uno cómo fueron sus últimas veinticuatro horas en relación con el alcohol, después de la última reunión de la que participaron: si tomaron o no.
El encuentro transcurre entre penas y alegrías. Entre reflexiones y chistes. Cada uno cuenta sus vivencias con el alcohol y cómo es su vida actual. En un momento, Javier reparte tres caramelos a cada persona para manejar la ansiedad. Luego, acerca una caja para que los asistentes hagan un aporte económico. Los propios miembros son quienes financian la organización, que no acepta donaciones estatales ni de privados según indica en su estatuto.
Después de una hora y media, la reunión finaliza con todas las personas tomadas de la mano y rezando la oración de la serenidad, que es atribuida al teólogo, filósofo y escritor estadounidense de origen alemán Reinhold Niebuhr (1892-1971). Todos se saludan con un apretón de manos o un abrazo y se despiden con la promesa de reencontrarse.
"Cuando llega un compañero nuevo es verse a uno mismo, un poco mejor o un poco peor a cuando uno llegó. El deseo es que se quede porque sabemos de qué realidad viene”, dice Javier.
***
Silvia es coqueta. Se peina, se maquilla y se pone su mejor ropa para ir a las reuniones de AA en la parroquia Santa Magdalena Sofía Barat y San José, en Aires Puros. Silvia es elegante. Desde hace cinco años y medio brinda con refresco en copa, en fiestas. Silvia tiene cincuenta y ocho años, pero parece que tuviera más porque el alcohol le destruyó la vida, el físico y la mente.
Silvia es madre de dos varones, que actualmente tienen treinta y ocho y treinta y cinco años. Además crió dos sobrinos. “Empecé a ser alcohólica de adulta, después de haber criado a mis hijos y que ellos se fueran de casa. Siempre les inculqué que no consumieran alcohol y drogas. Nunca pensé que yo iba a caer en eso. La depresión y la soledad que sentí tras quedar viuda me llevaron a beber sin parar”.
Esto sucedió hace quince años. Silvia consumía alcohol solo en su hogar. “Mientras trabajaba, miraba el reloj constantemente porque quería llegar rápido a casa para tomar. Tenía sed de alcohol durante todo el día”.
***
Sábado 29 de junio. Cuatro y media de la tarde. Ocho grados. En la casa de Silvia hace calor porque está encendido el fuego de la estufa a leña. Su hijo mayor vive en Maldonado y el menor vive detrás de su casa. Está acompañada por sus mascotas: seis hámsteres y un pez naranja.
—¿Tus hijos sabían por lo que vos transitabas?
—Sí, porque transpiraba alcohol. Escondía las petacas entre la comida, detrás de las plantas y en el galpón.
—¿Cuándo sentiste que habías tocado fondo?
—Cuando le prometí a mis hijos que no iba a tomar más y al otro día estaba terriblemente borracha y tuve un intento de suicidio. No quería vivir más en este estado pero tampoco veía la salida.
Silvia probó con varios métodos para dejar el alcohol. Recurrió en busca de ayuda con un psiquiatra y un psicólogo. Una amiga la llevó a una “bruja”. Pero nada de lo que hacía daba resultado. Todo cambió cuando sus hijos la llevaron al grupo de AA que funciona en la parroquia San Agustín, en el barrio La Unión.
“Pensaba que me iban a enseñar un método para tomar menos, darme medicación y que tenía que hacer un curso de tres meses. Cuando me dijeron que tenía una enfermedad y que era de por vida, me negaba a aceptar mi derrota. Quería solucionar todo rápido, pero me amigué con el tiempo”.
Tuvo algunas recaídas, pero dejó de beber definitivamente el 23 de enero de 2019. Desde ese momento, comenzó a ser servidora del grupo de AA que funciona los sábados de noche en la parroquia Santa Magdalena Sofía Barat y San José. Además, los miércoles por la tarde visita el Sanatorio Etchepare para compartir su testimonio y entregar folletos informativos de AA Uruguay. “Es una realidad diferente a la de los grupos porque estamos ante personas con patologías, pero tenemos que recuperarlas”.
—Mi deseo es que AA tenga más visibilidad y crezca.
—¿Por qué?
—Porque tengo hijos y nietos. Porque veo a las nuevas generaciones que empiezan a consumir alcohol a temprana edad.
Son las cinco de la tarde. A las ocho de la noche, Silvia tiene reunión del grupo de AA en la parroquia Santa Magdalena Sofía Barat y San José. Se peinará, se maquillará y se pondrá su mejor ropa para asistir. Todo para ir a escuchar el testimonio de los otros miembros y contar su experiencia personal con el alcohol. Es un lugar donde se siente cómoda y la hace feliz porque le ayudó a recuperar su vida.
Por: Fabián Caffa
Redacción Entre Todos